Mari mari pu peñi, pu lamgen, mari mari monku taeimun.

Cada vez que hago clases en Cuarto Medio y nos toca ver la unidad de Literatura Latinoamericana, le planteo a mis estudiantes la misma pregunta: ¿qué significa ser “latinoamericano”? ¿Qué define y diferencia a un latinoamericano de un europeo o de un norteamericano? Silencio. ¡El sabor, profe! dice alguien rompiendo el hielo. ¡La cumbia! responde otro por allá. El fútbol, dice alguien más. Bien, pero todas son respuestas medianamente correctas. Hay una cosa que nos define de manera más profunda y transversal, les digo yo. ¿Qué cosa, profe? Los latinos somos mestizos. ¿Cómo así, profe? Tal como lo oye: somos mestizos, una mezcla, una síntesis racial y cultural entre europeos e indígenas. ¡Ya la volaíta, pero si yo no tengo apellidos indígenas po’ profe! Descuide, eso es lo de menos. En el 99% de los casos, nuestros apellidos son meros accidentes. Anda a saber tú cómo te llamas realmente. Además, el color de piel y la idiosincrasia nunca mienten.

Otra cosa que suelo conversar con mis estudiantes de Tercer Medio, es sobre la mitología. He ahí el origen de la literatura, la filosofía, y varias otras disciplinas de las humanidades. Es imposible obviar la mitología griega, cuna y bandera de la cultura occidental, pero también suelo preguntarle a mis alumnos: los pueblos indígenas de América, ¿ellos no produjeron mitologías? Una de las cosas importantes de la mitología es que nos proporciona un discurso identitario. Nuestra visión de mundo está plasmada ahí. Nuestra manera de significar la vida, de darle un sentido y propósito, de darle valor a nuestro lugar en el tiempo y el espacio. Para las culturas antiguas, la geografía era una extensión de la divinidad. Si para los griegos las crestas de una montaña eran la espalda y los hombros de Atlas sosteniendo el universo, para los mapuche un volcán era la Ruka Pillán, la casa donde vivía un espíritu poderoso.

No es ningún tipo de accidente que nuestros estudiantes, y nosotros mismos, desconozcamos todo esto, y que incluso, tengamos cierto grado de rechazo a saberlo. Múltiples estudios y encuestas revelan que altos porcentajes de la población chilena no entienden el concepto de mestizo, ni mucho menos se sienten identificados con ello. Para mucha gente, decirle que tiene raíces indígenas lo quiera o no, resulta una afrenta casi personal. Esta resistencia a una verdad muy concreta y científicamente probada, es una de las ironías y paradojas que uno enfrenta como profesor cada vez que quiere tocar el tema. Los chilenos, y los latinoamericanos por extensión, hemos construido una identidad basada más bien en dos criterios: primero, el de la oposición: lo que NO queremos ser bajo ninguna circunstancia, y segundo, lo aspiracional: lo que nos gustaría ser, el espejo donde elegimos mirarnos. La verdad de lo que somos ha sido ocultada bajo el tupido velo del silencio y la omisión. Mejor no hablar de ciertas cosas, cantaría el calvo Luca Prodan.

Sería muy extenso, y no es el objeto de esta columna, explicar por qué somos así. Solo diré que la identidad también es un proyecto, algo que se construye desde las versiones e instituciones oficiales, y que de ese modo queda escrito en los textos de estudio con que se han formado docenas de generaciones, al punto de crear una verdad donde hay una mentira o una omisión colectiva. En el siglo XIX, una vez consolidada la independencia de nuestros países frente al Imperio Español, vino la ardua tarea de asegurar las fronteras (¿cuál será nuestro territorio?) y de crear una historia oficial (¿cuál será nuestra memoria?). En dicha labor, asumida por cierto, por intelectuales de reputación y posición social, hubo al menos una cosa en la que todos estuvieron de acuerdo: los pueblos indígenas debían ser borrados de la historia. Ellos no participarían de la construcción de dicha memoria y más aún, ellos serían desde entonces el “enemigo”. Todo lo malo que puede tener un país, se le atribuyó al sujeto indígena. Yo suelo hacer una analogía con los gatos negros: si toda la vida creciste escuchando que los gatos negros son diabólicos y traen mala suerte, ¿qué vas a hacer cuando veas un gato negro? Tarea para la casa: leer y analizar el cuento Juan Darién, de Horacio Quiroga. Responda la siguiente pregunta: ¿Juan es salvaje o es “construido” como un salvaje?

El Lenguaje y sus trampas conceptuales. El caso es que así fuimos avanzando en el tiempo y se fueron acumulando los saberes y las ignorancias por partes iguales. Entre tiras y aflojas, la memoria indígena, obstinada como solo pueden ser obstinados los mapuche, se resiste a desaparecer y cada cierto tiempo aflora nuevamente este relato. Es, nos guste o no, una parte de nosotros mismos que se resiste a morir y que cada cierto tiempo vuelve a plantear la necesidad de revisar la forma en que hemos construido esta sociedad chilena. No en vano, será uno de los temas que deberá resolver la Nueva Constitución, en caso de que salga humo blanco de dicho concilio. ¿Seguiremos siendo un solo país, un solo pueblo, un solo líder, o tendremos que abrirnos a la idea de aceptar que en nuestra unidad también hay diversidad?

En tal contexto, cada 24 de Junio se vuelve a pronunciar una palabra que nos remite a las raíces primigenias: Wetripantu. Se sincretizó con la Noche de San Juan, de manera que lo que originalmente era una festividad mapuche, adquirió tintes folclóricos donde hasta el Diablo metió la cola. Probablemente, se trate de otro aporte de los misioneros. Pero el Wetripantu es una ceremonia mapuche que nos indica el cambio y renovación del ciclo de la Tierra. Coincide con el solsticio de invierno, el momento en que la Tierra se encuentra más alejada del Sol. A partir de este momento, los días comenzarán lentamente a ser más largos y vendrá la Primavera con sus nuevos brotes. La vida es una circularidad, un ciclo que se reitera cada año para que la Ñuke Mapu vuelva a dar sus frutos con los que alimenta a la Gente de la Tierra.

Tal como lo señalan los símbolos dibujados en el cultrún, instrumento ceremonial del pueblo mapuche, la vida es concebida como un ciclo que aparece representada en las cuatro estaciones del año: Pükem (invierno), Pewü (primavera), Walüng (verano) y Rimü (Otoño), que cada año se renuevan tomando como referencia el punto en que la Ñuke Mapu (Madre Tierra) se encuentra más alejada del Sol.

El cultrún también representa los cuatro puntos cardinales, tomando como referencia el eje formado por Puel (Este), por ser el lugar del que nace Antu, el Sol, y Lafken (Oeste), el lugar donde muere al anochecer, el mar. A la izquierda queda Pikün (Norte) y a la derecha Willi (Sur). En los simbolismos del cultrún quedan expresadas las ideas del pueblo mapuche respecto a comprender la vida tanto como un ciclo, así como también los opuestos que se complementan y forman la dualidad de todas las cosas: Wentru (hombre) y  Zomo (mujer), Pükem (invierno) y Walüng (verano).

No olvidemos este antiguo kimün, cultivemos este rakizüam. Es parte de lo que también somos.

¡Küme Wetripantu pu peñi pu lamgen!

¡Buen Nuevo Ciclo de la Tierra, hermanos, hermanas!

Fuente: El Cultrún